jueves, 28 de julio de 2011

Tu cabeza

Cuando el abuelo nos invitaba a almorzar y degollaba las gallinas nos quitaba el hambre a todos. El animal corría a oscuras bajo el sol y golpeaba contra las paredes y los árboles del patio, daba algunas vueltas alrededor de la bomba de agua escupiendo sangre como una fuente, y caía rendido.
Recuerdo ésto porque es lo que debería haber hecho contigo la última vez que viniste de visita. Aprovechar el eclipse de luna para ocultar tu cuerpo en el galponcito del fondo luego de cerrucharte el cuello con la pala de lata que dejó abandonada el viejo malparido que me cobra el alquiler, y esperar que cante el gallo de cresta más roja para colgarla de la rama mas fecunda del ciruelo. Una vez que la última gota de tu sangre haya dado de beber a su raíz, en la pequeña bandeja de bronce traída de la India que cuelga sobre el marco de la entrada principal de mi casa te peinaré con un caracol traído de Cabo Polonio y llevaré a la cama, hay que darle de tomar vino a tu cabeza hasta barrer con la última uva de la tierra mientras leemos poemas de Pizarnik hasta marear el amanecer. Repetiremos hasta aprender de memoria aquella que dice en su última estrofa: “... te remuerden los días, te culpan las noches, te duele la vida tanto tanto, desesperada, ¿a dónde vas?, desesperada ¡nada más!”. Creo se llama “La enamorada” y está en la página cincuenta y tres de su obra poética completa, en una edición a cargo de Ana Becciu. ¿Becciu querrá decir “beso” en Maorí? El Maorí se habla en Tahití, donde Gauguín  escribió sobre la puerta de su casa “Tefarurú”, esto es, “Aquí se hace el amor”. Tahití será el lugar donde nos iremos a vivir tu cabeza y yo. Pasaremos las tardes de mar adornados con collares de flores bordadas, comeremos cangrejos y de postre, melón rosado. También leeremos aquella poesía que reza: “Hay que salvar al viento. Los pájaros queman al viento en los cabellos de la mujer solitaria que regresa de la naturaleza y teje tormentos. Hay que salvar al viento.” ¿De tus cabellos? Hermosa mujer de lengua larga y fuego lento, mientras yo toque guitarra, reposada tu cabeza en la almohada susurrará mis alegres tormentos, aquellos de lobo en la cresta de la noche que hasta ayer fue sólo un sueño. Amo tu cabeza. Mi fascinación por ti es como la de comer pescado pero al revés: lo que menos me interesa es tu cuerpo. Por lo que me comeré tu cabeza y donaré lo demás a la carnicería “El uruguayo” que está a la vuelta de la esquina. Hay que repartir el pan. Soñaremos juntos, conversaremos dormidos hasta entrada la noche junto al esqueleto de las palabras que tengo vedadas. Dado que me considero un tipo vergonzoso, te sacaré los ojos delicadamente con una tapita de licor de dulce de leche para que no puedas verme desnudo por la mañana y me los comeré. ¿Ojos de pescado con dulce de leche? Si. ¿Acaso nunca han visto a una piraña hincarle el diente a una sirena? Despertaremos para besarnos cuando despunte el rocío,  iré al trabajo. De regreso... herviré tu cabeza en el arroz que doy de comer a los perros y en la segunda noche colocaré tu calavera a los pies del jazmín para que en su interior canten los grillos. Al tercer día resucitarás como Jesús a quien todos creyeron muerto y te dejaré dormida en la puerta de tu casa. Nunca recordarás lo ocurrido.      

lunes, 25 de julio de 2011

El niño y el faro (vuelta de las vacaciones)


      Existe un faro en algún punto del extenso territorio al borde del mar que es necesario encontrar. Sentarse a descansar en la noche bajo su luz como se descansa bajo la sombra de un árbol, respirar una nube al pasar, el cuero agridulce de algún lobo marino, oir el sonido tormentoso que guardan los caracoles en su esqueleto bajo la piel azulada del mar. Al cerrar los ojos, el quebrar de las olas se acerca al sonido del viento en las copas del monte.
      Se trata de un faro nombrado por una niña. Esto lo convierte en un objeto lejano, probablemente inexistente, no porque mienta, es sabido que los niños y los locos no mienten, sino porque ha crecido y sólo ella puede verlo como entonces. Se trata de un ejercicio similar al de recorrer la casa en la que uno pasó su vida con los ojos vendados sin chocarse un objeto quince años después de haberla abandonado, o el juego de invertir la perspectiva del suelo con un espejo en las manos y pasearse por las salas con la certidumbre de no caer al vacío al traspasar los marcos de las puertas.
      Luego de la lluvia de anoche salimos con Sebastián a  fumar, recorrer y recordar el pueblo hasta llegar al comienzo de las sombras que cierran su escenario al borde del Cañadón de Mendeguía. Deberían ser las dos de la mañana. Adivinamos antes de llegar a la esquina del jardín de infantes nº 1 que estábamos donde me dejaban cada mañana. El lugar  se había empequeñecido; el tiempo, antes que inflar las vivencias y dilatar los espacios, parece reducirlos para que puedan entrar en la mirada. Comenté a Sebastián que alguna vez debería entrar y sentarme a oír el remolino de gritos y alegrías alrededor del arenero que hacen de este lugar un mundo de niños al interior de un pueblo de grandes.
      Doblamos la esquina y vimos saltar desde la combi gris a  un niño de pelo lacio y rodillas angulosas con su bolsita colgando del hombro. Por el cuerpo menudo y sin cuello sentado al volante y la sonrisa morocha de perfil, era seguro manejaba Carrizo. Entró a brincos de calandria. No fue necesario subir las escaleras y saltar con la vista al otro lado de la puerta de vidrio para recordar el piso naranja donde se formaba la ronda para el “lobo, ¿estás?” siempre detrás del piano, o la mesa para la merienda servida en vasos de plástico multicolores con mate cocido con leche y el pan huntado con algo semejante a témpera. Apenas me acerqué, la puerta cedió con la levedad de una hoja.
      El pasillo de entrada olía a algarrobo y mariposas de papel. Desde algún rincón se oía “El rey compás” y por las ventanas entraba un viento que peinaba las cortinas. La luna descansaba en el piso como un charco de leche. Una luz más allá de la inclinación política que sólo podría explicar valiéndome del sentimiento de un niño me  condujo hacia la izquierda donde estaban las salas de  tres, cuatro, y cinco al final del pasillo. Recordé que aquí, en la sala de Dirección, alguna vez me cambiaron la ropa luego de haberme orinado y más allá apreté la cara contra el sexo de una maestra entre llantos. Las mesas del interior de las salas me deberían llegar a las rodillas y se encontraban rodeadas de objetos de colores tirados en el piso junto a algunos libros caídos de la biblioteca. En cada una de ellas estaba la cama tendida para la siesta donde hoy apenas podría descansar una pierna. No faltaban diez pasos para llegar a la sala de cinco donde aprendí que la letra “o” se representaba dibujando una mate con bombilla, cuando ví al niño que había bajado de la combi parado en la puerta de la sala con las manos en la cintura. Sonrió y fue como hundirse en un espejo. Tenía el pelo de la época en que iba a “lo de Pelusa” y ordenaba “lo quiero como Carlitos Balá”; con los años llegaría el “cortiro y con raya”. Extendió su mano como se ofrece un pan. En el centro de la sala de cinco donde faltaba el techo había un faro con su mar, su viento y sus piedras. Nos sentamos en la noche bajo su luz como se descansa bajo la sombra de un árbol a respirar una nube al pasar junto al cuero agridulce de los lobos marinos, y oir el sonido tormentoso que guardan los caracoles en su esqueleto bajo la piel azulada del mar. Cerramos los ojos para escuchar en el quebrar de las olas el sonido del viento en las copas del monte, y conversamos acerca de la única fotografía en Necochea en la que estamos sentados a upa de papá unos veinticinco años atrás.

viernes, 15 de julio de 2011

Hablando solo

 
                                                                   "Deja no me lo repitas mas, nosotros y ellos vos y yo,      que nadie se ponga en mi lugar, que nadie me mida el corazón... se pasa el año se pasa volando, ya no hay mas nadie que pueda alcanzarnos, y yo mirando sentado en el campo, como se pasa el año volando."
Fernando Cabrera.

Seis meses dándole cuerda a las alas de la espalda buscando alcanzar su mariposa. Ahora que lo pensaba, detenerse en Plaza Rocha no estaba nada mal si consideraba que el invierno igualaba con su gris los espacios verdes de la ciudad. Lo que para Mariana había sido el simple retraso de una cita, significaba para José la postergación de la alegría. Rodeó la manzana  de la facultad de Bellas Artes. Después de la primer esquina, antes de llegar a la fotocopiadora cruzaría para no sentir el olor a tinta impresa en el papel, árboles en vano, carne de apuntes leídos por la mitad. Sintió asco a pesar del ardor en las manos y la sonrisa por encontrarla. Habían sido las dos horas más largas del día. Si la vida estaría echa de momentos semejantes sería tan larga…
Aquella mañana fue al trabajo a las ocho y retiró una hora antes para ir a dar la última clase en la facultad; midió con los alumnos cada palabra para no caer en la imperfecta fatalidad del final de cursada que se asomaba ronca y salada con su trampa sin dientes, la colección de pequeñas muertes que amanecen cada día; definitivamente, los chicos del barrio toba participaban más al interior del aula allá en el barrio; una hora que devolvería el día siguiente porque hay que educar a los compañeros y no malacostumbrarse a la inclinación del hombre a socializarse, a mimetizarse con la burda naturaleza de las cosas.
No se olvidaba además de su trabajo en el sucio locutorio cuando era joven y menos feliz, hacía el amor en una banqueta luego de bajar la persiana, lo único que había aprendido de su patrón era a guardar los billetes de dos delante del de cinco, el de cinco del de diez y así , pero pocas veces un cien y lo más importante, carita tras carita. Los próceres se apoyaban el pecho en la espalda, susurraban cosas al oído, comentarios de la patria que no habían podido conseguir para los jóvenes; de su trabajo de parrillero, de separar chatarra con sus compañeros de Mansión Obrera bajo el sol picante del verano a orillas del río por cinco pesos la hora, de cuando se levantaba al día siguiente con la sensación de fiebre por los músculos entumecidos para retornar a romper y cargar hierros entre gitanos que hablaban hidish y eructaban a cada bocado, había que pelearse para que aflojen un sanguche al mediodía si se querían que tuviese jamón y queso. Y todo por no caer en Gobernación donde lo invitaba a trabajar su hermano, ¿pero porqué no venís?, tres horas menos, no trabajás los sábados y cobrás el doble. Miraría entonces los reclamos de quienes hoy eran sus compañeros por la ventana o siquiera se animaría a asomarse para ver las palomas de la plaza, se reiría interiormente de sí mismo, de su cerrado porvenir. Siempre lo asustó la estabilidad, la seguridad, la falta de riesgos, disolvería cada mañana sus pensamientos en el azucar del café, revolvería contradicciones, se ajustaría las poesías con el nudo de la corbata, podría llenarse de objetos mediante cómodas cuotas, alquilar algo más higiénico y la libertad... ¿y la libertad? No podía escribirse ni volar con la pluma del dinero, no podría se tan pobre. Siquiera tenía hijos que pudieran justificarlo. ¿Y si tenía uno? ¿Con quién? Respiró el aire sucio.
Saldría de la facultad seis menos veinte, se enteraría que le pagarían con tres meses de atraso y en negro, entraría a las seis a la asamblea del Bachillerato Bartolina Sissa y se retiraría nueve menos cinco con la excusa de que llegó mamá y hay que tomar la teta cada tres meses. Mínimo. Cruzaría  sin necesidad hasta la plazoleta para detenerse a conversar con los artesanos acerca de algún objeto de alambre que no compraría, ya en la esquina escucharía algún violín aburrido dirigido por una partitura que apretaba animalitos negros renglón a renglón. Por un espejismo apresurado, le pareció que Mariana leía sentada junto a la pared. En el retrovisor de un automóvil vio las tres horas de sueño de la noche anterior por escribirle una carta de un tirón sentimental que lo había despabilado y ahora sí, al levantar la vista adivinó su silueta imposible acercándose decididamente con su agitar de brazos hacia atrás, el aleteo de sirena repetía aquel fines de enero cuando la vio alejarse por la playa en dirección al faro hasta volverse roca o caracol. La simplicidad aireada del saludo y la anulación del tiempo en el abrazo, el aroma a madera por sobre el hombro; recordó el pino al que trepaba para observar el pueblo una vez finalizado el campo, los caballos sin montura y los pájaros que cambiaban de cielo.
- El libro lo tengo en el auto, hay que cruzar la plaza-. Sin duda lo más importante era la carta. El libro no hablaba de ellos.
-… Ah, yo tengo el mío acá atrás.
- Pero yo estoy con él-. Señaló al perro que movía la cola. El Negro Sultán sabe, pensó.
Pasaron delante del mural de Mariano Ferreira, sus ojos de ciervo, su muerte viva. Se alejaron y sintió que fundaba una vereda ella, un perro, él. Era tan cómodo ser feliz. Se distrajo en una hamaca, el tobogán, el banco donde diez años atrás se sentaba con amigos a matar cervezas. Era menos petisa de lo que había creído hasta entonces, alguna vez había escrito: “si supieras petisa que se me juega el futuro entre lluvias y tormentos embarazados de sol por imaginar  un encuentro, y que en cada esquina los soldados que prestan armas a tu aliento fusilan a mis perros que lamen la corteza de los sauces sedientos de una sombra donde bañarse con las hojas que vuelan hacia el nido de tu abrigo... tu figura se ha caído por siempre de la geometría planetaria que curvó las rutas hirvientes de los campos y me llevaron a tropezar con vos orillando fines de enero, hasta que decidiste trazar esta línea infinita en la comisura del mas rojo silencio. Si te hubiera buscado entonces, quizá hoy nuestro amor estaría consumado. ¡Cómo cuesta petisa lo mas simple que es animarse al amor descalzo que te invito a caminar sin mas deseo que haberte acompañado! ... ya la estrella de mar rodó buscando la luna que cuelga debajo tu espalda. Lo que para ti es olvido, para mi es recuerdo, aquella tarde sin fondo donde se quiebra el ala nacida del ombligo del viento.”
No era petisa. ¿Habría crecido en estos seis meses desde que se habían visto por última vez? ¿Cómo había podido equivocarse así? Debía volver sobre el texto, cambiar el adjetivo. Frescura. Su frente en mi boca, pensó. Llegaron al auto, sacó la carta recubierta de libro. ¿Cuándo una carta no es ridícula? Cuando se rompe, cuando no habla de uno, cuando no se lee después de escrita. Abrió el libro.  Le pareció que el rostro indio y ajado de Hermann Hesse estaba al borde del insulto. Lo cerró a tiempo. Recordó la dedicatoria en la primera página de Summa Literaria: “Porque sentía que regalándote un libro te estrechaba las manos”. Confesó la existencia de la carta.
-¿Para seguir hablando solo? Le pareció agresivo, expulsivo. Seis palabras que destruían los seis meses de escribir el verano, contar su mar granito a granito, abrigar los pájaros en otoño para llegar al invierno.
- Si. Pero en silencio-. ¿Cuando uno no habla solo?
Después de acompañarla irá a visitarlo a Federico. ¿Algo nuevo? No Fede, nada. ¿Vos? Nada loqui. Retornaron a la oscuridad de la plaza. Le entraron ganas de andar en bote, darle de comer a los peces, echar el ancla.
- Bueno-, dijo Mariana,  -si tenés algo que decirme hacelo ahora-.
Los seis meses de espera se diluyeron en el papel blanco de la noche. ¿Cómo podía hacerle esa pregunta así, como si dijera “barreme la vereda”? Creyó despertarse. Frente al silencio la palabra del otro siempre es estúpida, salvo que calle y salte entonces al lugar del cobarde. La cárcel del enamorado: en el intento por explicarse se condena a sí mismo por el juicio de su propia palabra, o muere de hambre tragando sus verbos de sangre.
- No. Todo fue y está siendo dicho. Que no voy a escribirte ya correos, pero necesitaba decírtelo a los ojos, a la boca, a la nariz, no había otra forma de dar luz a la promesa.
- ¡Bien!, porque ya me tenés harta, estamos en veredas distintas.
Entendió que lo decía con evidente alegría. Miró el cartel que colgaba del árbol mas cercano buscando las palabras, luego sus pies para comprobar que no era así. Estaban en la misma vereda pero cada cual en sus zapatos. Se sintió descalzo y que subía la desnudez por los tobillos en dirección a la cien.
- Que siempre te pensé feliz, nunca con tristeza. No quise, pero es algo que te puede tocar el hombro en una esquina, al cruzar la calle, un pájaro pasa, no es algo a lo que hay que darle mas trascendencia que ésto, al encontrarse con uno un día cualquiera, al recordar…-. Volvió sobre el texto viejo que le había escrito, “... yo te fui haciendo de a pedacitos como pan dado en el pico hasta convertirte en la paloma que de lejos veo volar por amores que no son el mío. Es tu primavera ciega al otoño el que celebro a pesar de sacarnos a pasear de la mano por veredas enfrentadas y plazas enfundadas en la inevitable distancia que aumenta como una lupa tu espalda en cada ventana de la mañana, el sol juega a los dados con las estrellas para inventar una escalera que me lleve hasta la casa mas cercana del olvido a escuchar música contigo”. 
-El amor es una planta lenta a la que no es fácil echarle tijera sin lastimarse el estómago, -continuó- . Puede florecer desde lo mas terrible del hombre, un día se siente que algo raro hay en la boca y al meter los dedos se saca una flor de entre los labios, primero una, luego dos, amarillas, me ha pataleado un niño adentro durante este tiempo, ha jugado solo cabeceando la pelota de la soledad, con treinta años, ya no le regalo el tiempo a cualquiera; hay una edad en que la soledad no se negocia. Ocurre que la poesía ocupa un lugar marginal, no es tomada muy en serio y haberte escrito...
Se dio cuenta que estaba volviendo sobre las tintas de la carta. Aunque no quiso irse sus palabras lo espantaron. La levantó al abrazarla, sin querer, como queriendo por siempre, como le gustaba le hicieran cuando era hace un rato de quince años nomás, pibe. Le apretó la mano y se fue para luego arrepentirse. No se animó a mirar hacia atrás. Ella caminaría adelante, con sus perros, continuaría cruzándosela cada día, en cada esquina. No visitaría a Federico. No esta noche. Tenía una mujer en la boca. Subió al auto. Encendió dos cigarrillos, primero uno, luego el otro, y se quedó a solas con ella y el Negro Sultán. ¿Te puedo hacer una pregunta? Ella no contestó. Vos, ¿a qué viniste hoy hasta acá? Se detuvo observando el cielo de gris, escarbando en busca de una estrella.  Y arrancó.  

lunes, 11 de julio de 2011

Hubo una vez un Cabo llamado Polonio


El techo sonaba como un tarro de dulce de batata tocado por diablitos. Llovía y el viejo se entretenía tirando piedritas a los sapos debajo de la única luz portátil que alumbraba el rancho. Los sapos las relojeaban un instante torciendo la cabeza, las confundían con escarabajos, las saboreaban, e inmediatamente las escupían. El viejo reía y las ranas coreaban insultos detrás de la noche que abrazaba con su lengua de estrellas. La oscuridad recortaba el suelo tres metros mas allá del farol y parecíamos con Germán y el viejo, mas los sapos, sentados en un terrón de tierra que había sido arrojado al espacio.
El radio no funcionaba, por lo que el viejo masculló que el camión no vendría a buscarnos. La lluvia dejó de mojar y nos pareció que el viejo nos escupía cuando hablaba. Tiramos la carpa debajo del árbol mas cercano. En el campo uruguayo los árboles son por lo general bajos, como el volumen con que los uruguayos hablan que parece lo hicieran a la altura en que los árboles tienen el oído.
La mañana estaba mojada cuando salimos descalzos para andar los ocho kilómetros que quedaban hasta la playa. Cabo Polonio es un lugar de tormentas iguales a las que se desatan mar adentro. Y de sapos. Quizá por esto sea el único lugar en Uruguay donde se los pueda ver volar. En el camino hacia el azul esmerilado del mar había unos que medían unos tres centímetros, más negros que el ébano y salpicados de rojo y amarillo.
Hace diez o doce años, desde las cañadas de la orilla se observaba el pueblo como una hilera de dientes mordiendo el cielo. El pueblo se visitaba poco. Era para ir a buscar o comprar algo en particular, caminar entre el laberinto sin muros trazado por la dispersión de las casas o sentarse frente a la isla de lobos. De noche se iba al pueblo desde las cañadas con una linterna en la mano, unas treinta cuadras, en la que se cruzaban personas o fantasmas.
Las cañadas son el único sistema natural de agua dulce, nacen a unos trescientos metros campo adentro y se disuelven en el mar. En sus orillas paraban durante tres meses los artesanos que visitaban el pueblo desde la mañana hasta el mediodía llegada la hora del almuerzo en que muchos regresaban, y desde la tarde hasta la noche. Se los esperaba con el fuego prendido y rondas de música, vino y aguardiente que vendían en los ranchos de madera iluminados a vela y batería. La gente se dormía al lado del calor escuchando a sus compañeros tocar y cantar al país hasta que la mañana apagaba la última sombra naranja que las brasas dejaban sobre los cuerpos. Los ojos se iban cerrando despacio como ostras cuando retrocede la ola, y nuevamente aparecía el pueblo con sus casas igual que caracoles esmaltados. La gente aplaudía los atardeceres en cabo polonio, y el atardecer era el momento en que Ernesto vendía a los turistas un jugo de naranja exprimido con agua sacada de la primer cañada. Las monedas que juntaba las convertía en ginebra para todos y por la mañana, los camiones que entraban a los nuevos contingentes lo tenían que esquivar como si se tratara de un lobo marino muerto destilando alcohol, algunos se sacaban los lentes de sol para observarlo. Una noche, Ernesto se levantó de la ronda, buscó un hacha de mano, se fue hasta la carpa de un rasta que había llegado hacía dos días y le dijo, “te vas viejo, acá no queremos gente que venda pepas ni porquerías, esto es una comunidad, te vas porque para eso ya están los sapos.” Los instrumentos se callaron y vimos al rasta hacer la carpa un bollo de diario y desaparecer. Alan había probado esos sapitos negros que se decía si los chupabas eran como el LCD, pero no pasaba nada. El sapo te meaba en la boca y seguía en la suya pescando bichitos. Alan era uno de los tipos más hermosos que he visto. No hay un lago en el sur que se pueda comparar con sus ojos ni arena semejante a su pelo largo y rubio. Era un lago a orillas de la playa en un solo cuerpo que se tragó un día la costa de Brasil. Viajaba con un huiro que servía de estuche para la quena y un charango al que arrancaba cuarenta canciones con dos acordes. La última noche que estuvimos juntos fue en la despensa del melenudo fortachón cazador de tiburones que coleccionaba sus mandíbulas y vendía alcohol suelto. Tenía guardada en un cajón junto a algunas líneas de pesca una carta de Manu Chao; de hecho, si se mira el disco “Clandestino”, como mapa de viaje aparece el Cabo Polonio de aquel entonces. Aquella noche que extiende sus estrellas en el recuerdo hacia el futuro, la luna fue roja, o quizá se tratara del sol, pero algo se incendiaba entre nosotros desde arriba.
El día que llegamos a la primer cañada se acercó Ana, morocha y descalza, tenía el pelo tan negro y corto que parecía un pedazo de noche se había quedado cernida a su cabeza. “Si quieren, se pueden sumar al grupo, lo que sí, acá todo se comparte y nos turnamos de a dos para ir a buscar leña al monte que queda acá a cuatro cuadras. Hay que ir de tardecita porque de día la arena se pone re salá.” Las frases de los uruguayos están minadas de pequeñas lomadas y recovecos melódicos, médanos y casas viejas y bajas. El novio de Ana tocaba en la guitarra parte del cancionero de Baden Powell cuando todos dormían. En una mesita cercana a la carpa general improvisada con ramas gruesas, bajo una lona de camión, estaban las cosas de todos. Por la mañana se salía a buscar cholgas a los pedregales para comerlas con arroz y algunas noches, con un farol y un mediomundo metidos hasta la cintura, se engañaba a los pejerreyes con que la luna por un momento estaba mas cerca que de costumbre; los peces se reunían sin dejar de mover la cintura al compás de las olas y se los dejaba boqueando palabras mudas fuera del agua.
Las cañadas estaban señalizadas por la gente del lugar con carteles de madera pintados con flechas o simples frases como “no lavar aquí”. Así se daba a entender que el agua que se quería tomar debía ser sacada de la raíz donde el agua brotaba milagrosamente entre algas y barranquillas, y lavar o bañase en la desembocadura. La arena servía de esponja. Se podía ir y encontrarse con una pareja desnuda, “perdón” era la primer palabra, “¿perdón”, contestaban, “nada de perdón”. Si Eva existió, debió de agacharse de esta manera, como un ser que nunca vio un espejo y desconoce la vergüenza mientras su amiga, desnuda, le lava la cabeza dejando ver dos alas de ángel tatuadas que comienzan en los hombros y terminan donde se curvan las nalgas. Algunas parejas paseaban desnudos por la playa, se acostaban, dormían, volvían a caminar y se perdían en el mar como dos cañadas tomadas de las manos. Quien tenía respeto y sentido de la animalidad podía llegar a acariciar un lobo marino, caminar entre las piedras en busca de algún piletón, sumergirse en el espejo y nadar nuevamente hasta la orilla descansando en algunas rocas del camino.
Regresé a Cabo Polonio once años después en dos oportunidades. Habían montado un estacionamiento pago y baños higiénicos. La entrada al lugar se cobraba detrás de un vidrio. El rancho del viejo era poco más que un corral cercano a los trescientos autos que esperaban regresen sus dueños. A mitad de camino, un guardia sube al camión para revisar que nadie entre una carpa, y un guardaparques vestido con un traje verde pasto vomitado por las vacas vigila que nadie acampe. Donde estaban las cañadas, se asoman hilachas de madera y al escarbar un poco, se pueden encontrar restos de los ranchos que fueron barridos por las topadoras del municipio, maderas, monedas, cucharas y adornos de cristal roto. No hay carpas, artesanos, perros ni caballos, tampoco música. Menos desnudez. El día en una casa sin agua ni luz cuesta cien dólares y por las noches, dos bares con música electrónica tienen estacionadas varias camionetas 0 km. Pero se divisan velas flotando en el mar campeado de la noche como sostenidas por pequeños barcos de papel sobre la tierra. Una misa que alguien tiende a la luna. Un bar donde el gigante Mamut, mas canoso que entonces, toca el bajo para cinco tipos sentados en algunos sillones sobre un piso de madera que flota en el infinito.

jueves, 7 de julio de 2011

En la comisura de la sonrisa


            
Sólo el feliz esfuerzo por ser feliz
puede volver de arena la tristeza
en esta vida que es dada sin pedirla,
todo esconde la sonrisa
 
desde el cuero de la pena
se asoma el azul de la alegría
desde el fondo del mundo y el centro del fuego
puede arder tu cuerpo en un tormento 

Nadie vendrá a salavarte,  
no existe Dios, padre ni madre
tú eres hijo de tu hijo
                                                         en la comisura del horizonte 

donde se curva el camino 
para dar con el ombligo de tu selva
hacia los pájaros que abrigarán a tus hijos
donde el pan y el fuego que uno da se multiplican.

lunes, 4 de julio de 2011

Pájaro de tierra






El día está emplumado de amarillo en esta espera feliz
por el trazo sonriente del pájaro negro de manos de raíz y corazón yerto
que baja para llevarme a volar lejos de los muertos
y bajo la tierra de los árboles dormir con los vivos

 
por ser hombre grande será que el corazón contorna la sangre en un hueco
por no mirar las estrellas, ¡tragame pájaro negro!
por no temblar por las flores hundido en un cielo negro,
y bolitas de pluma cantan ¡hay tantos que por oídos tienen dos nidos resecos!

el rostro estará salado y tibio lejos del viento
se hará memoria del cielo con la lluvia tierra adentro
no nos juntes con los fríos,
no los traigas a este florido cementerio que vienen con piel de espinas.

¡Ya viene el pájaro negro a perderme hondo y lejos!
envuelto en el mantel de casa debajo del limonero plantado por los viejos.
Qué memoria de fino cristal guarda este patio pequeño?
El sueño es ser enterrado debajo de una flor blanca,

pájaro negro, blanca flor del limonero
resucitará del mantel bajo la tierra
la noche sepultada en el ojo de la estrella
fresco el pan y las caricias, vino púrpura los sueños

seguro encuentre debajo al hombre que baila muerto
sano de mundo y sin la sed de este desierto
después de tanta muerte, vivo.
¡Resucitado, luego de tanto tiempo muerto!